Ondas transversales

Tengo que escribir y por eso cierro los ojos. Comienzo aquí, lo más cerca posible, en el sonido más cercano, el interior, el de mi propia mandíbula, el movimiento de los huesos de mi cuello, en ese crujido dentro de mi cabeza que se percibe cuando se intenta destapar los oídos. El plástico del audífono moviéndose dentro de mi oreja izquierda para retirarlo, el caer de este artefacto metálico y su contacto nítido con el vidrio del escritorio: fino y brevísimo.

Un poco más allá escucho la presión de las teclas, como gotas que se acumulan y caen juntas, luego una insistente, la que borra, la que regresa y corrige estas letras para poner una b donde apareció una h. Las primeras suenan dispersas, sosegadas; la segunda como metralleta, con un ritmo agresivo, casi predecible.

Después escucho el eco de mi propia voz contestando a otra a través de las jaulas de plástico de los escritorios, y alrededor de esto el murmullo. La voz de una mujer que cuestiona, muy joven, tersa, en una tonalidad mantenida. Risas con la boca abierta, risas con los labios cerrados. El resollar de una nariz que intenta limpiarse, una garganta que intenta aclararse. La tela de la ropa tallándose al moverse, al acomodar la postura. El audio de un video, con la voz de otra mujer a través de unas pequeñas bocinas.

También rechinan las sillas en sus bases, en sus ruedas, en su maquinaria que soporta distintos pesos y pesares, movimientos inconscientes. Todo esto sucede dentro de esta habitación de dos paredes. Es curioso, normalmente son cuatro, pero aquí es una gran pared curva que se funde en un ventanal y desemboca en una puerta de vidrio. Incluso podría ser una pared y media.

Y detrás de la pared, el ruido que no es de fondo, porque está apenas a unos metros, en la banqueta, en la calle, en los árboles. La banqueta rasguñada por el constante roce de una escoba que cumula las hojas de los árboles. Y podría escribir que en esos árboles se escuchan los pájaros, pero podrían estar en las ramas, en los cables, en las paredes, en algún lugar donde no los veo. Se escuchan trinos delgados y pequeños, y también los arrullos gruesos y profundos de las palomas.

Suenan las campanas del vendedor de tejuino, porque es jueves, porque ya es más allá del mediodía. Las llantas de los autos compactos, los motores exhaustos de los camiones de pasajeros. Ladridos de perros de las casas cercanas, al otro lado de la calle, y también los aullidos de las más alejadas. Un claxon desesperado, seguramente frente al semáforo de la esquina.

Aunque la calle no es siempre ruidosa. En ocasiones se calma, el exterior guarda silencio, y este silencio atrae más: los movimientos se detienen, la pausa permite un respiro como en la música.

Pero el silencio es frágil, y lo rompe una sirena apresurada, y el mayor de los ruidos cercanos: la inmensa bocina del tren de avenida Washington, que parece pintar y rebotar entre las paredes; proporcional al tamaño del ferrocarril, suena tan fuerte y es tan presente, que después de unos segundos se borra, se vuelve textura. Imagino que allá también suenan los rieles, las piedras, el rugir de la locomotora, pero hasta acá solo llega la bocina.

Y yo regreso a la oficina, a donde siempre estuve durante este viaje sonoro, a la presión de las teclas, a colocar el audífono izquierdo, a las notificaciones de mensajes virtuales.

Volver el llanto canto

Ojalá pudiera volver tu llanto canto. Ojalá pudiera volver tu llanto. Ojalá pudiera volver. Ojalá pudiera. Ojalá.

Son tus manos conocidas, pequeñas y conocidas. Son tus ojos los nuestros, son nuestros ojos los tuyos. Pasa lento el tiempo en el lecho, un tiempo breve, un tiempo recién nacido: incipiente, pequeño, inquieto.

¿Qué hay entre las líneas que miras? ¿Qué colocan tus ojos entre los contrastes que roban tu atención? ¿Hasta dónde llega tu mirada cuando parece atravesar las paredes, las pieles, las almas? ¿Y a dónde vas mientras duermes, qué guardas en oníricas memorias de aquí, de allá, de nosotros?

Aunque para ti la agilidad de la existencia es amplia, aquí sólo alcancé a escribir una carta a través de la correspondencia interplanetaria. Debió ser convincente y útil a efectos prácticos: llegaste con bien desde no sé cuáles rincones del universo. Te depositaste en estos brazos que en ocasiones te calman, te arrullan, te duermen, pero que siempre te cuidan.

Saliste de tu nave con nada de equipaje, pero traías contigo a tu universo entero. Un universo de horas diminutas, de sonidos interestelares nunca antes escuchados, de movimientos y gestos espaciales para anunciar tu buen recibimiento. Si llegar a la tierra es aterrizar, creo que es bueno recordar que tú apielizaste. Con suave tacto, ese contacto con la piel que te guardó te unió para siempre a un calor, a una respiración, a una caricia y un susurro que podrás percibir siempre que cierres los ojos y busques dentro de ti.

Te conocemos desde hace poco, pero tú nos conoces desde siempre. Un siempre que incluye nuestros años, los años de tus padres y tus abuelos. Y aunque vienes a aprender, también vienes a enseñarnos, por ejemplo, el significado de la fragilidad, del amor, de la paciencia.

Y aunque no pueda volver tu llanto canto –que tampoco es tanto–, seguiré inventando canciones para ti, sencillas y ridículas canciones para narrarte el mundo al que has llegado, este mundo de monstruos comepañales, de mantitas voladoras y de guardianes cielos portátiles.

Atentamente: tu papá.

Correspondencia interplanetaria I

No sé para cuáles ojos escribo —¿serán los tuyos, serán los míos?—, pero tengo esa necesidad irrefrenable de contarte un poco de lo que sucede. Espero que esta carta alcance a llegar a ti. Somos un punto ínfimo en medio de un racimo de galaxias. Habitamos un planeta brillante, azul, con tierra y mucha agua. Estamos en un país lleno de todo: tenemos playas, comida, música. Y aquí, muy aquí, en la brevedad del ser, tenemos la oportunidad de hacernos de un nombre, una cara y una historia.

Somos millones en este mundo. Pronto te darás cuenta de que nos parecemos los unos a los otros, aunque unos no entiendan a otros. Aquí creemos en el alma, en el espíritu, en el retorno de los que se han ido, en las bondades humanas. Porque así nos llamamos: humanos. Personas. Nosotros.

Por eso habitamos un lugar donde te esperan mucho antes de llegar y aun después de irte habrás tenido la oportunidad de dejar en otras personas un poco de tu memoria. La memoria nos permite recordar a los demás, por eso es necesario el nombre y la cara. La historia se escribe en cada paso que das. Me permito la precisión para efectos prácticos, no quiero ser demasiado ambiguo: incluso antes de dar pasos, incluso antes de respirar, de moverte, de existir. ¿Me explico?

Existir es esa elección de viajar a través de millones de galaxias para ser parte de una durante algunos años. Resistir, percibir, convivir. Resistir tantas cosas: movimientos, llantos, dolores. Percibir tantas cosas: olores, sabores, colores. Convivir con tantas personas hasta encontrar a la adecuada para permanecer.

Aquí hay chocolate, hay fresas, pepinos y limones. Creemos también en algo que llamamos amor. El amor escribe las más grandes historias y permite crear cosas increíbles. Hay quien dice que el amor mueve al universo. Yo sé que, al menos, mueve mi mundo.

Las coordenadas no las sé. Tampoco creo en la ubicuidad del código postal interplanetario. Pero aunque sé que no te perderás en el camino, algunas noches saldré a mirar las estrellas con una lámpara o alguna prenda brillante que te permitan encontrarnos.

Si la correspondencia lo permite, después te escribiré más detalles.

🙂

Mientras tenga algo que decir

Algunas veces tenemos tanto por decir que preferimos guardar silencio. Son tantas las palabras acumuladas, tantas las noticias, tantos los recuentos de los daños que no hay hilo del cual tirar para comenzar a tejer la digresión acostumbrada. Entonces se queda uno con un fárrago, ensombrecido, borroso.

Pero el silencio —esa tenue partícula de una nada suspendida— también significa mucho. Significa, por ejemplo, un tácito entendimiento, una sonrisa compartida o una rápida mirada a esas cicatrices que cada día se convierten más en sabias compañeras.

¿Acaso no se dan en silencio los mejores besos, o no acompaña esa callada cercanía al par de manos que furtivas se encuentran o no es totalmente silenciosa la erizada respuesta de la piel a una caricia en la espalda?

La pausa en la música, el asombro ante lo sublime o el suspiro de una inopinada —aunque anhelada— presencia, guardan todos lo inasible pero indispensable.

Cristalino, delicado y frágil, al silencio a menudo se le simboliza con la prohibición del sonido, del ruido, del fragor, pero más allá de eso, es el arrebato de toda atención, es la muestra de respeto que lo inmenso tiene por lo breve, es por ello que podemos atender un susurro en el tropel y distinguir una lágrima entre una tormenta.

¿Cuánto ruido tiene una hoja de papel?, ¿cuántos de los sonidos que la rodean en su creación quedan inscritos en una carta que después se leerá a solas?

Los hay fugaces y eternos: entre los latidos del corazón hay siempre uno de los primeros, como de los segundos están llenos los finales de todas las historias. Hay mudos momentos más elocuentes que cualquier melodía, pacíficas brisas que navegan más lejos que cualquier estentóreo huracán.

Por eso el silencio es la mejor compañía mientras tenga algo que decir, porque sólo ahí, al margen de cualquier rugido, las reminiscencias pueden bailar una inaudible canción.

Al pie del volcán

Rescato el siguiente texto producto del taller de crónica El Huevo Cojo y escrito el año pasado a media pandemia. En él hablo acerca de un lugar donde viví diez años. El ejercicio era realizar una crónica, pero me ganó la emoción y terminé haciendo casi una oda. Escribir y hablar tanto de Zapotlán el Grande —Ciudad Guzmán— me ha hecho casi nativo en el imaginario de mis conocidos, tanto que a menudo tengo que recordar que nací en Guadalajara. Ya no reniego, yo soy de donde me lleven las palabras:

Dormida al sur de Jalisco está una mujer desnuda. Sus pechos son dos volcanes, dos cumbres: una es de fuego, otra es de nieve. Entre las manos, a la altura de su cadera, sostiene un húmedo espejo y en su vientre más de cien mil almas conforman ese valle llamado Zapotlán el Grande. El Zapotlán de Arreola, el Zapotlán de Orozco, el Zapotlán de otros tantos apellidos cuya coincidencia terrenal dan a ese lugar el mote de cuna de grandes artistas, cuna donde, sin ser yo uno de ellos, me mecí por más de diez años.

Llegué a mediados de 2003 y me fui a finales de 2014. Tardé mucho en acostumbrarme a sus raras pero famosas comidas, y aún más en apreciarlas: tostadas raspadas, chile de uña, ponche de granada, palanquetas de nuez, birria de chivo tatemada. Pero otras cosas las aprendí y aprehendí enseguida en esta ciudad —porque a Zapotlán también se le conoce como Ciudad Guzmán—: sus cielos claros de cumbres luminosas, la brevedad de la luz del sol a causa de las montañas, sus altos árboles que replican el viento y guardan un trinar constante.

Jamás perdí el asombro de despertar todos los días con un volcán apagado del otro lado de la ventana —decorado de vez en cuando por la nieve en el invierno—, así como tampoco perdí el temor hacia la constante actividad de su compañero de fuego: el Volcán de Colima. Es curioso cómo, a pesar de su imponente y soberbia presencia, ambas cumbres resultan algo tímidas, pues muy a menudo están cubiertas ya sea la de fuego por fumarolas o por cautelosas nubes. Alguna vez, desde un memorable paso peatonal que todavía visito de vez en cuando, observé el resplandor de la lava a lo lejos, detrás del Nevado: ardía como cientos de antorchas. Después vendría la ceniza.

Pero en toda su extensión, Zapotlán esconde otros detalles, casi como prodigiosos miligramos: la plaza principal más grande de Jalisco, alguna vez comparada con el zócalo de la Ciudad de México, afirman los historiadores; pero mientras aquel es una plancha con un asta, en este hay fuentes danzarinas, árboles centenarios, un teatro de pueblo y un kiosco en cuyo interior hay una réplica del mural El hombre en llamas, del pintor zapotlense José Clemente Orozco. Sí, leyó bien, una réplica.

Debo hacer una acotación para hablar de una famosa familia zapotlense. Además de ser escritores, compositores, arquitectos, bajistas y panaderos, los Arreola también fueron los primeros en recibir una muestra del elemento radio allá por 1904. El presbítero, astrónomo y arqueólogo José María Arreola Mendoza mantenía correspondencia con Marie Curie, quien le envió una pequeña pieza radioactiva. Pero mientras algunas cosas se adelantaron en Zapotlán, todavía hoy no han llegado otras básicas, como el concepto de la preferencia al peatón o el manual para entender el estándar universal verde, amarillo y rojo, por esta razón se encuentra un agente vial debajo de cada semáforo en su zona centro. Incluso dos agentes viales.

Tiene Zapotlán muchas historias. La primera novelista mexicana —Refugio Barragán de Toscano— rescató la del bandido Colombo quien, se dice, utilizaba las venas del volcán como vías de escape y de traslado de los tesoros robados. Ahora lo sabemos: no son sólo venas o “abras”, como les llaman, son fallas geológicas debajo de las calles, y algunas son tan grandes y han pasado tanto tiempo desapercibidas que sólo se descubren cuando el peso sobre ellas colapsa, partiendo de lado a lado calles enteras.

Yo llegué a Zapotlán el Grande luego de vivir diez años en otra ciudad un poco más densa: San Juan del Río, Querétaro. Las diferencias eran muchas: la gente de Zapotlán es más cálida, amable y tranquila. Aquella ciudad queretana rebosaba cada vez de más fábricas, de construcciones más altas, de gente como nosotros —foráneos— y eso causaba en los locales una actitud huraña y antipática. Zapotlán, por el contrario, daba la impresión de haberse mantenido todo el tiempo con las mismas cien mil almas. La casa donde viví algún tiempo, la de mi abuelo, se encontraba en la entonces colonia más cercana hacia la laguna —ese espejo entre las manos de la mujer desnuda—, junto a un cerro lleno de árboles cuya cercanía al oeste, pese a su pequeña altura, nos robaba el sol desde temprano. Se escuchaba el rumor del viento entre los altos árboles, y el canto de los gallos de los vecinos despertaba a toda la colonia Morelos. Para mí siempre fue un pueblo y mi colonia funcionaba como un pueblo dentro de otro pueblo.

Pero tuve tiempo para encontrar otros detalles bien conocidos que también son parte del sur de Jalisco: sus enclavadas peñas, la cima del Nevado, el fondo de su laguna, la media luna de Rulfo y el camino de Juan Preciado, los pueblos más cercanos al cráter del volcán de Fuego. Fotografié sus rayos, sus aves, sus fachadas. Escribí ahí casi todas sus madrugadas. Me llevé un mosaico azul, un gato de obsidiana y otras cuantas joyas. Luego perdí algunas —se vuelven inasibles lejos de su tierra—. También estuve en lugares menos conspicuos: una taberna, la banca de un parque, un camión rojo.

Considero que Zapotlán el Grande es un valle surreal. Y lo es más allá de su privilegiada geografía. Lo es más allá de su desafío al transcurso del tiempo. Más allá de su feria, de sus murales y composiciones cantadas en todos los idiomas; de sus platillos y su peregrinación; de sus diferentes nombres, de su diosa Tzapotlatena, de las venas del volcán bajo su piel. Es un valle surreal porque está en el vientre de una mujer dormida, desnuda y recostada al sur de Jalisco.

Zapotlán el Grande